El inverosímil minisalario

Con el incremento anunciado al salario mínimo, que al iniciar el próximo año se situará en ochenta pesos diarios, comienza una tímida recuperación del poder adquisitivo de los trabajadores de menores ingresos.
Nunca en su historia el minisalario ha cumplido la condición fijada en la Constitución, de ser suficiente ’para satisfacer las necesidades normales de un jefe de familia, en el orden material, social y cultural, y para proveer a la educación obligatoria de los hijos’.
Días antes, la Confederación Patronal había respondido a un reclamo creciente por adecuar el minisalario, con el planteamiento de que en el transcurso de 2017 su monto pase a aproximadamente noventa pesos diarios, que equivalen a la llamada línea de bienestar mínimo urbano, es decir, la cantidad que una persona requiere para satisfacer sus necesidades básicas.
El monto no debiera asustar a nadie, pero aun así la respuesta gubernamental ha sido cautelosa, y otros grupos empresariales y de comerciantes han mostrado reparos. Pese a que el incremento es muy modesto y encierra una trampa. Las líneas de bienestar oficiales son individuales, y el salario mínimo atiende por mandato constitucional las necesidades de una familia, es decir, las cantidades personales tendrían que ser multiplicadas por cuatro.
El hecho es que el costo de la fuerza de trabajo es uno de los pocos precios amarrados por las leyes, pues en la economía y en cualquier empresa se asumen los costos y sus subidas si se trata de insumos, energéticos, rentas, y cualquier otro factor. En cambio, se ha condenado a los trabajadores a tener como piso un nivel que con el paso del tiempo se ha vuelto cada vez más chiquito hasta volverlo inverosímil y falso: cualquier empleada doméstica y hasta los empleados del comercio informal reciben por una jornada mucho más del salario mínimo tabulado, hasta dos o tres veces.
Mantener ese mínimo es una vergüenza nacional y un símbolo de la profunda desigualdad en el país.